Seguimos con las versiones de cuentos tradicionales y con Caperucita Roja. Aquí os dejamos la adaptación del cuento de la famosa niña de la caperuza roja contada por el lobo enamorado del escritor colombiano Triunfo Arciniegas recogida en su libro Caperucita Roja y otras historias perversas.
“Ese día encontré en el bosque la
flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos
y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien
para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que
le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de
acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde
finales de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca
se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la
mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una
mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles.
Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo,
en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba
la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos
del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie
volvió a ver.
Detuve la bicicleta y desmonté. La
saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como
el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la
oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida.
Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de
masticar.
–¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?
Me quedé mudo. Sí era el lobo pero
no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de
súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos
que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando,
le dije:
–Quiero regalarte una flor, niña linda.
–¿Esa flor? No veo por qué.
–Está llena de belleza –dije, lleno de
emoción.
–No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es
una flor como cualquier otra.
Sacó el chicle y lo estiró. Luego
lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí
herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las
lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.
–Mira mi reguero de lágrimas.
–¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital.
–No me caí.
–Así parece porque no te veo las heridas.
–Las heridas están en mi corazón -dije.
–Eres un imbécil.
Escupió el chicle con la violencia
de una bala. Volvió a alejarse sin despedirse.
Sentí que el polvo era mi pecho,
traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta
alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir
a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta,
uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario
abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al
anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al
viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los
huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien
caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. “Bonito disfraz”, me
dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche había fuegos
artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo
del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era
descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.
Volví a ver a Caperucita unos días
después en el camino del bosque.
–¿Vas a la escuela? –le pregunté, y en
seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas,
blusa ombliguera y faldita de juguete.
–Estoy de vacaciones –dijo–. ¿O te parece
que éste es el uniforme?
El viento vino de lejos y se anidó
en su ombligo.
–¿Y qué llevas en el canasto?
–Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres
probar?
Casi me desmayo de la emoción.
Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que
acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un
pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y
jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije
que sí.
–Corta un pedazo.
Me prestó su navaja y con gran
cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería
hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El
pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto
terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba
en ardor en el corazón.
–Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo
llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te
mueres.
Y me dejó tirado en el camino,
quejándome.
Así era ella, Caperucita Roja, tan
bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para
perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de
verme.
–La receta funciona –dijo–. Voy a venderla.
Y con toda generosidad me contó el
secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas
cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina,
huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a
casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola
todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de
Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un
silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la
perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me
dijo:
–Cómete a la abuela.
Abrí tamaños ojos.
–Vamos, hazlo ahora que tienes la
oportunidad.
No podía creerlo.
Le pregunté por qué.
–Es una abuela rica –explicó–. Y tengo afán
de heredar.
No tuve otra salida. Todo el mundo
sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue
por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga,
sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se
vuelva a saber de mí.
Quiero aclarar otros asuntos ahora
que tengo su atención, señores.
Caperucita dijo que me pusiera las
ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La
niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a
pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a
Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis
debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.
Es su palabra contra la mía. ¿Y
quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia.
Aparte de la policía, señores,
nadie quiere saber de mí.
Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que
nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del
desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me
produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica,
siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada
bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía
molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de
la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.”